El Teatro Principal es uno de esos lugares sagrados de la cultura, un santuario plagado de buen gusto, romántico y admirable a cada vistazo: los techos, los muebles, las lámparas, los murales que decoran sus paredes, las butacas… incluso el telón es una auténtica obra de arte.
Y por ahí es por donde creo que voy a empezar, por el telón; porque creo que es de las cosas que más impresionan y uno de los elementos que hacen único al teatro. El escenario del Principal no se encuentra detrás de uno de esos telones rojos convencionales, sino detrás de un tapiz de Marcelino de Unceta (sí, el que da nombre a la calle de las Delicias) de 1878, titulado «El Templo de la Fama».

El deterioro que se observa en la foto es real; de hecho, el telón va a ser reemplazado por uno mucho más corriente para su conservación en un museo, tras 140 años de bajadas y levantadas. Como su nombre indica, nos encontramos en el templo de la Fama, por lo cual ella, la Fama, se sitúa en el centro de la composición. A su izquierda, el drama se clava un puñal, mientras que la comedia, a la derecha, ríe con una máscara en la mano. En el lado del drama (a la izquierda) se encuentran los grandes autores hasta la época, entre los que se encuentran Cervantes o Garcilaso; al otro lado, en el de la comedia, los actores más conocidos de finales de 1800, a los que hoy en día resulta imposible reconocer.
Como dijo nuestra estupenda guía –que es del personal de sala del teatro–, una lección de humildad para los actores, que 100 años después ya no portan la fama, mientras que los autores sí lo hacen. Será una pena dejar de ver una obra de arte decorativa tan adecuada al terminar y empezar las funciones, así que ¡aprovechemos mientras podamos!
El Teatro Principal, en el lugar donde hoy lo conocemos (Coso, 57), se construyó en 1799 como una edificación provisional que lleva 200 años en funcionamiento: quizás ya no sea «provisional». La burguesía adinerada de Zaragoza, ansiosa de un lugar de recreo y reunión social en la ciudad, fue la que corrió con el gasto de la construcción a cargo del arquitecto zaragozano Agustín Sanz. Así es como el 25 de agosto de 1799 se inaugura el Teatro Nuevo.
¿Por qué existía esa necesidad de un lugar así en Zaragoza? Pues porque las autoridades habían prohibido cualquier exhibición escénica tras el incendio que en 1778 destruyó el Nuevo Coliseo de Comedias, construido en 1771, y en el que murieron 80 personas. Se trata de la página más negra de la historia teatral de nuestra ciudad. Por eso, tras muchos años de representaciones clandestinas, la sociedad necesitaba un lugar donde disfrutar libremente del espectáculo y donde poder relacionarse con otra gente. Rápidamente, el teatro pasó a ser un lugar privilegiado en el que se dan cita las más importantes compañías de teatro, ópera y ballet del momento.

Por eso se quedó pequeño y comenzaron a acometerse reformas: la primera, en 1858, por José de Yarza. Le siguió el ilustre Ricardo Magdalena, con la reforma más importante en 1870, para la cual se inspiró en el modelo de planta de la Scala de Milán: se recrea una nueva fachada (la que da a la plaza José Sinués) y se lleva a cabo una nueva decoración interior de la sala, caracterizada por un eclecticismo en el que conviven el estilo neoegipcio, neoclásico y mudéjar. Es en ese momento cuando interviene Marcelino de Unceta con el magnífico telón del que hemos hablado, y la embocadura del escenario.
En plena guerra civil, de 1937 a 1940, Regino Borobio remodela la fachada principal que da al Coso; pero la reforma que puso al Teatro Principal en la vanguardia fue la del arquitecto zaragozano José Manuel Pérez Latorre en 1986. En ella se configura un nuevo sistema de distribución interior, se peatonaliza la plaza José Sinués, se restauran las pinturas de los techos de los artistas aragoneses Joaquín Pallarés, Dionisio Lasuén, Emilio Fortún, Angel Gracia y Mariano Oliver…
En el vestíbulo, el estilo clásico y sobrio que los burgueses querían para su particular lugar de alterne, se rompe en esta última reforma por el mural «Zaragoza» de Manuel Broto. Si alguien tiene dudas de a qué se debe ese nombre entre los elementos abstractos de la obra, que me pregunte que yo se lo explico porque está clarísimo. ¿No veis cómo el Ebro, arteria principal de la sangre de Zaragoza, recorre la ciudad? Clarísimo.
En la primera planta, desde el palco de autoridades (el número 9) pero que ya no es tal, pudimos disfrutar de las mejores vistas del escenario, mientras nos contaban curiosidades como que todos los muebles y butacas –las cuales van a ser subastadas y sustituidas por otras más cómodas– son de Loscertales y que lo único no aragonés son las majestuosas lámparas madrileñas. ¡Incluso el mármol es de Calatorao!
Entre las paredes rojo pompeya –que delimitan lo que fue el embrión del teatro en su primera edificación– y grises llegamos hasta una escalera de incendios ¡situada en el hueco de un aljibe! Como leéis, resulta que bajo el teatro y parte de la plaza José Sinués se colocó un aljibe al que poder acudir ante un caso de incendio como el que os he contado antes. Subiendo las escaleras llegamos hasta lo más alto del teatro, la tramoya, descubriendo secretos y rincones por el camino…
Goyo, el tramoyista, nos cuenta cómo se trabaja en las alturas, cómo se manejan las bambalinas para esconder cosas técnicas como cables, focos y altavoces, cómo funciona el sistema de contrapesos que levanta el telón de una forma totalmente manual… Y todo esto bajo una serie de técnicas de seguridad, como el impresionante telón de acero cortafuegos por si prendiera algo en la tramoya, que es el lugar donde más probabilidad de incendio podría haber.
Así pasamos a los camerinos, en los cuales existe una jerarquía: los protagonistas tienen el suyo junto al escenario y, a medida que los papeles son más secundarios, más se alejan hasta llegar al camerino colectivo de la segunda planta.
Todos ellos están conectados por un patio decorado por un gran mural del pintor Jorge Gay titulado «Pintura para una arquitectura o la inquietante e innecesaria mano» (1986, reforma de Pérez Latorre, el cual aparece en la obra), visible junto con las columnas que sustentan cuatro grandes esculturas de Francisco Rallo –el autor de los leones del Puente de Piedra–, musas que fueron retiradas de la fachada.
Todos estos secretos alberga el Teatro Principal, pero nos quedaba por conocer el último, situados en el escenario, al otro lado de este fantástico telón de Unceta.
Y colocados tras ese ojo desde el que los actores pueden ver al público justo antes de que empiece la obra (al mismo tiempo que nos sorprendíamos del vandalismo de las compañías que, como si de un muro se tratara, escriben graffitis tras una obra de arte única), pudimos saber en nuestras propias carnes qué se siente cuando Goyo levanta el telón y te sitúas ante un teatro imponente, iluminado y bonito hasta decir basta.
De nuestras bocas no pudo salir otra cosa que un «Ooooh» y una gran emoción que nos hacía sentir verdaderos privilegiados. Con este final tan teatral termina una visita guiada por un teatro especial, lleno de magia y secretos que merece la pena descubrir: el Teatro Principal de Zaragoza, uno de los lugares con más arte de la ciudad.
2 comentarios en “Por algo se llama «Teatro Principal», un paraíso del buen gusto”