Se me divide en dos el corazón si le hacemos esa pregunta al Señor Verano, porque me lo he pasado muy bien pero tampoco he parado. Yo necesitaba estos meses para aflojar un poco el ritmo y desconectar. Realmente ha sido así menos de lo que yo quisiera admitir, pero ya sabéis que me va la marcha.
Comienza septiembre, mes de comienzos donde los haya, por eso retomamos las publicaciones que durante el verano no tenían mucho sentido por… 1-si os digo que he parado poco, con el blog añadido creo que no habría tenido ni horas de sueño; 2-he estado en El Frago y la información que os podía dar era tan local, tan local, que quizás interesara a unos pocos solamente (y eso que ya os dejé con la noticia de «Itinerarios» justo ante de irme; 3-la conexión rural, como imaginaréis, es muy limitadica.
Entonces, como decíamos, con la vuelta al cole ahora que se acaba el verano (según el calendario todavía quedan 21 días, pero el verano se acaba con agosto Y LO SABÉIS), podemos volver a nuestro frenesí cultural mañoso. Aunque antes de ello os voy a contar un pelín de cómo han sido estos dos meses fuera de Zaragoza y Andanda!.
Me faltó el tiempo para coger las vacaciones y, en cuanto pude, escaparme al pueblo, a dormir fresca y a tomar cervezas veraniegas con los de siempre, entre meriendas y planes varios. Solo que al poco rato de llegar, un diablillo me dijo: ¿Nos vamos a Peñíscola? Y me lo pensé entre uno y dos segundos: en un abrir y cerrar de ojos estábamos montadas en el coche. Viví el papel protagonista de «Lo Imposible» con las olas y reí y desconecté a partes iguales. Fueron dos días, no os creáis.
De vuelta a El Frago, preparativos de fiestas, eventos y cervezas de esas de las que os he hablado antes. Los fragolinos sabemos que el trabajo se tiene que mezclar con la diversión a partes iguales. ¿Que teníamos que repartir programas de fiestas? Lo acompañábamos de una comilona en El Caserío (Biel). Y así.
También hubo tiempo para la poesía, para los atardeceres, para leer, mucho leer, y sobre todo para la risa. Solo en El Frago me río como si al día siguiente me fuera a quedar sin boca y no lo pudiera volver a hacer nunca más, como una especie de Hello Kitty.
Al final se hizo el tiempo de volver al trabajo y a mí me quedaba la sensación de que se me había pasado el verano sin descansar. A todo esto se nos rompió el coche (sí, el Corsica de toda la vida) y adquirimos una Passat-da de coche nuevo. Así que para estrenarlo a lo grande se me ocurrió que teníamos que escaparnos, por fin, a esa zona del Golfo de Rosas que siempre estaba dando la tabarra con visitar y que no explorábamos porque nuestro coche anterior era demasiado incómodo para un viaje de tantas horas. Pues resultó el cierre del verano perfecto.
Sábado por la mañana, bien temprano, sacamos el rayo dorado del garaje y nos encaminamos en dirección Barcelona. Más de cuatro horas de autopista, muchos discos cantados y un desayuno de reyes después, vamos llegando a nuestro destino: Rosas, o Roses, según me dé.
Baño en la playa, un poquito de sol (poco, no sea que se me dejen de ver las venas a través de la piel en algún momento) y lo que va asociado a las playas desde que tengo uso de razón de estar en ellas: fideuá. Un hartazón de los que solo se bajan caminando por la orilla mientras te quemas el brazo que da al mar, hasta que llegas al puerto y se te olvida lo indigesta que está siendo la tarde mientras te imaginas navegando en esos yates que seguramente solo seguirás viendo desde el muelle el resto de tu vida.
Nos alojábamos en un pueblo mucho menos esplendoroso que Rosas, donde nos estábamos sintiendo como en una casa con vistas al mar. Pero para dormir fuimos a La Masia, un hotelito familiar muy apañado en Sant Pere Pescador, recogidito, tranquilo y bien de precio para una noche. Si son más, tiene una cocina y otras zonas comunes que son un punto fuerte. Por cierto, si vosotros también tenéis pensado escaparos próximamente, reservad en Booking a través de este enlace y ¡os devolverán 15 euros a la vuelta!
Todavía el sábado, que nos cundió mucho, decidimos explorar la playa de Sant Pere antes de que se hiciera tarde. Yo que no me aclaro con estas cosas pensaba que desde allí se vería el atardecer , pero resulta que para eso había que quedarse en Rosas. No obstante, la playa de Sant Pere es algo totalmente distinto a lo que muchos zaragozanos estamos acostumbrados: un sitio con un descampado a modo de parking y una playa, nada más. Ni chiringuitos, ni bares, ni vendedores ambulantes: la playa más tranquila que he visto en mi vida. Eso sí, sin atardecer, pero me gustó la experiencia de estar en una playa como en el monte: prácticamente solos.
Como esto era una escapada exprés porque casi nunca somos compatibles en nuestros días de fiesta más allá de dos días seguidos, el domingo era nuestro último día. Y me tenía reservada la joya de la corona para volverme enamorada a mi casa: Cadaqués. No sabéis cuántas veces he buscado hoteles allí que no me he podido permitir y me he tenido que conformar con ver sus fotos. Aunque, eso sí, si nos os molan las carreteras montañosas con sus 128 curvas, no conduzcáis; a mí me tocó y, para una jovencita con L todavía, no fue un rato demasiado agradable.
Desayunar en la orilla de la playa de Cadaqués es una de las cosas por las que, como dice a veces Miguel, yo pronunciaría las palabras: «mejor ya no se puede vivir». Pero es que después de caminar por sus calles blancas y llenas de luz (esta luz de la zona fue algo que me marcó mucho y me dejó deslumbrada durante todo el viaje, era vitalidad en estado puro, brillo, esperanza), nos atrevimos a seguir la carretera hasta el Cap de Creus, que es donde termina, por cierto.
Y si yo ya venía emocionada, llegar allí y observar semejante espectáculo natural, esa lucha de las rocas contra el mar, al mismo tiempo que esa formación de curvas sinuosas en las que ambos se abrazan formando unas calas en las que te encantaría estar desnuda, como la naturaleza requiere; poder verlo todo desde la posición privilegiada de las alturas, a pocos metros de las gaviotas… me elevó tanto que no pude sino romper a llorar de la emoción: eso era lo que necesitaba, esa paz, esa sensación de que nada importa más que tú, yo y ese momento.
Me serené con una caña en el bar del faro, otro de esos momentos «mejor ya…» y una vez reposada toda la intensidad con la que el cabo me había apabullado, nos dirigimos hacia otro de los objetivos de ese viaje: la casa de Dalí. Serían las auténticas palabras doradas del «THE END» de Cadaqués, del finde, de agosto y del verano. Pero esto mejor te lo cuento en otro post porque este se queda corto ya para todas las genialidades que allí me encontré.
¡Venga, reiniciemos el sistema! 🙂
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Bueno, no sé que decirte, por mí que empiece. Besos a tu alma.
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