God save the Queen: cuando un tributo pone los pelos de punta

Lo de las bandas tributo es un mundo, porque las hay que hacen sus propias versiones de los artistas a los que homenajean y entonces te pueden gustar más o menos, pero luego las hay de otro tipo, que juegan en otra división, como God Save the Queen, que volvieron el viernes 6 de octubre a ser los reyes del inicio de las Fiestas del Pilar en el Auditorio de Zaragoza.

Cuatro argentinos formaron God Save the Queen en 1998: Francisco Calgaro a la guitarra eléctrica, Matias Albornoz  a la batería, Ezequiel Tibaldo al bajo y, capitaneando a todos ellos, Pablo Padin, cuyo parecido a Freddy Mercury hace pestañear varias veces para creerlo. Juntos forman un sonido, un concierto, un espectáculo que conmueve porque puedes sentir a Queen muy cerca.

El año pasado ya os hablé de este concierto que me entusiasmó y aunque este año la entrada era más cara (25 euros frente a los 16 de hace un año), quería repetir esas emociones que estos argentinos son capaces de crear. Esta vez pude ser un poco más analítica al haber vivido ya la experiencia y también pude comparar. Llegué a la conclusión de que si God Save the Queen es capaz de poner los pelos de punta es por la magia de la música en directo.

No nos tomamos lo suficiente en serio el poder del directo, me parece; al menos el público general no parece valorar que unos instrumentos bien tocados, junto con una voz que pueda transmitir emociones es una joya por el esfuerzo que supone que varias personas consigan crear arte. Yo no tengo ni idea de música en su sentido técnico: ni tengo conocimientos sobre tempos o solfeo, ni he tocado nunca un instrumento más allá del «Titanic» con la flauta; por lo tanto no soy la persona indicada para juzgar si lo que de una banda sale es correcto al 100% o no. Sin embargo, sí que soy especialmente sensible a las emociones que fruto de esos instrumentos y esas voces se producen y en ocasiones incluso se me escapan las lagrimillas.

El arte me sacude como una ola y se me mete por los poros de la piel, por eso cuando en este concierto se mezclan las canciones de toda la vida, con unas letras magistrales y unos mensajes del tipo de «Pressure on people on streets» («Under pressure») o «Who dares to live forever when love must die?» («Who whats to live forever?»), en un espectáculo milimetrado para parecerse al máximo a lo que Queen hacía, pues a mí se me activan todas las alertas y me abro a las sensaciones.

Por otro lado pensé en la dificultad añadida de ser un doble, especialmente en el caso del Freddy Mercury que encarna Pablo Padin. El líder de Queen era un genio y un artista con una personalidad arrolladora, difícil pero carismática a más no poder; sin embargo, era él mismo. No tenía que pensar en qué era lo siguiente que tendría que hacer porque le salía solo: sus gestos particulares y sus movimientos en el escenario eran suyos. No obstante, el trabajo de alguien que quiere estar a la altura de un personaje así es doblemente difícil porque tiene que ser alguien que no es y hacerlo bien para que no quede ridículo, anulando, por otra parte, toda su libertad artística en el escenario. Quizás Pablo Padin cantaría algunas canciones en otro tono o se pondría otra ropa, pero sin embargo ha escogido ser Freddy Mercury y lo eleva hasta la perfección.

Todo ese esfuerzo hace este show único. No en balde son «el más auténtico tributo a Queen jamás logrado» y yo no me cansaré de recomendarlo porque Queen es la banda sonora de las vidas de la mayoría de nosotros y la emoción de vivir «Bohemian Rhapsody» en directo siempre va a ser una de esas cosas difíciles de superar en el mundo del arte.

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