Pongo ese titular para corresponder sus palabras, porque «qué bonicos sois» era lo que la cantante nos decía continuamente durante el concierto: el primer sentimiento (entre una amplia amalgama de ellos) que María Rozalén transmitía era su agradecimiento porque, según contaba, le había costado mucho meter a 20 personas en un bar, con lo cual llenar una sala como la del Teatro de las Esquinas dos días seguidos estaba siendo para ella como un sueño hecho realidad. «Yo ya me siento de aquí, co», dijo mientras contaba lo bien que se lo había pasado en nuestra ciudad y daba el primer sorbo a un té que confirmaba la intensidad de cuatro días seguidos de conciertos.
Hay que ver lo que cuesta que artistas tan genuinos, con una calidad clarísima y una originalidad que va mucho más allá de las modas, triunfen. Y desde luego yo calificaría de éxito lo que Rozalén ha conseguido en Zaragoza este fin de semana, pero me ha sorprendido mucho que algunos no sabían quién era, yo que la consideraba de lo más mainsteam que escucho (exceptuando a Bruce Springsteen, claro).
Si tú que estás leyendo esto ya conoces a Rozalén, seguro que de un modo u otro te ha dejado huella, porque la cantautora tiene temas para todos. Y si no la has escuchado todavía, sigue leyendo (probablemente te entren ganas de abrir el Spotify o el Youtube y descubrirla): María Rozalén nació en 1986 en Albacete, aunque su niñez estuvo muy ligada a la localidad de Letur, en la sierra del Segura. Desde niña, su madre y su abuela le inculcaron el arte de cantar y recitar poesías porque la suya era una casa de artistas. Estudió Psicología en Murcia, pero en 2011 se trasladó a Madrid para estudiar un máster en Musicoterapia y allí comenzó a hacer bolos, hasta que en 2013 publicase su primer disco, «Con derecho a…». Sony y RLM vieron su potencial y la ficharon, sacando a la luz su segundo trabajo, «Quien me ha visto…», en 2015. Un disco cada dos años es el ritmo que esta artista ha adoptado, así que el año pasado nos sorprendió con un maduro «Cuando el río suena…», el disco más personal de Rozalén.
Si eres una mujer, tienes que escuchar y admirar La puerta violeta, con la que empezó el concierto sobre un fondo del color del nombre de la canción. Fue la primera porque es «un portazo a la violencia machista, que solo es posible en un mundo feminista», una reivindicación de la propia Rozalén, porque ella es de las que se mojan, como debe ser. Y en un tono más optimista pero igualmente con un sentido reflexivo le siguió Vivir, esa canción que la artista canta con Estopa y que compuso para la gala «Por ellas» de la Asociación Española Contra el Cáncer (AECC) a través de los testimonios directos de las pacientes, suponiendo una de las mejores experiencias de su vida.
Rozalén comenzaba fuerte y nos daba la bienvenida «a este río de canciones», porque en el trabajo que venía a presentar, que es su tercer disco y se llama «Cuando el río suena…», ella asegura que se ha «quedao a gusto» y que lo ha «cascao to». El disco es tan íntimo que, como buena psicóloga, ha normalizado los «trapos sucios» de su familia, esos temas que duelen y que tienen mucho que ver con la historia del país.
Las historias de Justo, de El hijo de la abuela y de Amor prohibido nos fueron narradas como en una confesión privada, porque la cantante es un rato de buena comunicadora y crea el clímax perfecto para comprender historias complejas cargadas de emociones y hacernos reflexionar sobre ellas antes de terminar escuchándolas con el corazón. Me parecen relatos tan apasionantes que os los contaría enteros, porque desde luego tienen la dosis de drama de todo buen argumento, pero mejor os invito a que ella misma os los cuente en su directo, porque en mis palabras esas historias íntimas no tendrían sentido. (Bueno, si os quedáis con muchas ganas podéis echarle un ojo a los fragmentos del documental «Conversaciones con mi abuela», que está en Youtube).
«No iba a hablar de todos y de mí no», dijo Rozalén llegado el momento de abordar La que baila para ti, una canción sobre una despedida que le duele mucho cantar pero que, como buena «cansautora» (me hizo mucha gracia el chistecillo), tuvo que componer. En el mismo ambiente pudimos escuchar Berlín –la canción sobre la inmigración que compuso para la pelengua de signos,lícula «Perdiendo el Norte»– sobre un fondo cálido que refleja esa ansia de luz.
Hasta ese momento, el concierto estaba siendo tan íntimo como cuando estás escuchando las canciones a solas en casa o en el coche, pero con esa limpieza en el sonido que te hace percibir las emociones más cerca todavía. Los conciertos en directo normalmente son muy diferentes a lo que tú has escuchado en diferido, pero en este caso el resultado suena bastante fiel a las grabaciones, lo cual no es sino fruto de un gran trabajo musical en equipo, porque Rozalén está bien rodeada: a la izquierda, en las teclas y con el acordeón, Álvaro Gandul; junto a él, Samuel Vidal a la guitarra; y a la derecha, con no una, ni dos, ni tres, sino tres guitarras, Ismael Guijarro, que también es productor.
Todos ellos tienen algo especial: Álvaro, Samuel e Ismael tocan sus instrumentos con un mimo y una delicadeza que hacen percibir las notas con mucho más sentido, como si cada una de ellas fuera fundamental en cada momento, como si no pudiera hacerse de otro modo. Un gran ejemplo y espectáculo de lo que quiero decir se pudo ver en Justo, que musicalmente es una canción con matices, vértices y rincones variadísimos pero tan bien traídos… Rozalén tiene esa voz rota en los graves pero alta en los agudos que te puede llevar de un lado a otro con el corazón en puño sin una pizca de dificultad.
Y solo estoy hablando del sonido: todavía no he entrado en toda la parte visual, en la que tenemos que poner un monumento a Beatriz Romero, que en lengua de signos interpreta cada verso de Rozalén como si de una película se tratara porque la gracia y el sentimiento que le pone a su particular forma de comunicar las canciones son un pilar importantísimo del espectáculo. Por todo esto merece la pena el directo.
Las letras sobre amores nuevos y viejos, vivencias de juventud, complejos, desventuras o compromisos y valores ya las traíamos aprendidas de casa, aunque no por eso resulta menos liberador poder cantarlas a coro con Rozalén. Ella lo sabe y por eso es generosa: no se limita a mostrarnos sus canciones nuevas, sino que nos ofrece un show de más de dos horas en el que nos permite dudar si desaparecer (Ahora), decorar defectos con el fin de ser perfectas (Para los dos) o preguntarnos 80 veces por qué seguimos queriéndole:
Y mucho más: Rozalén nos hace morir de amor cuando sube al escenario a siete niñas, a cual más adorable, a cantar que Las hadas existen; nos cuenta que siempre que quedaba con Kevin Johansen se emborrachaba Antes de verle, nos anima a cantar Comiéndote a besos a capella con ella, nos habla de Volver a los diecisiete tras reflexionar sobre La belleza o nos invita a la gran fiesta que es la vida con esos ojos que brillan como Girasoles, al son de una bandurria que suena a alegría pura.
Entonces a nosotros no nos queda otra que consagrarle cual diosa, inspirándonos; descubrir que no existen los amores prohibidos, celebrar que superamos nuestros defectos y disfrutar de esa garrampa cuando saltan chispas. Tras dos horas de dosis de psicología de la buena, estamos abocados a dejarnos llevar por la invitación a la fiesta que propone Rozalén: una fiesta en la que los colores son intensos, en la que puedes quedarte quieto o puedes bailar; una fiesta llena de mujeres y hombres buenos que se escribe con solo cuatro letras: VIDA.
Bailemos entonces.
Como siempre, un magnífico post. Nos informas, nos entretienes y nos enseñas los entresijos de la cultura.
Bea, eres una periodista de raza. Me encanta leerte.
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